Pasado otro mes, mi amo sigue
publicando tonterías. Por mi parte, debo decir que ha sido
un mes complicado para un simple felino, y no digamos para mi amo. En primer
lugar, la gata cíclope que vive en mi territorio desde hace meses
sufrió otro accidente. Esta vez se cayó por el balcón. Dos pisos
en caída libre hasta la acera. Juro por mis bigotes que no tengo
nada que ver. La pobre, aparte de tuerta, no es muy despierta y como
cojea, tampoco es muy estable. Así que aprendió de golpe que no
puede andar por el borde de un precipicio con la seguridad de su
especie.
Tras dar un maullido corto pero
lastimero al tocar tierra, vi desde arriba como salía corriendo por
la calle, a saltitos con su pata coja, medio conmocionada por la
caída, en busca de un refugio donde recuperarse del susto. Otra vida
menos, pensé. Bien, bien... te quedan cinco, nena.
Por supuesto, no avisé a mi
amo. Me limité a observar con manifiesta alegría. Ahora el piso
volvía a ser todo para mí, la bolsa de croquetas para mí, el atún
para mí, el sofá del salón para mí, los mimos todos para mí...
Pero durante tres largos días, mi amo y su mujer buscaron e
investigaron, primero dentro del piso y luego por los alrededores de
la casa, en busca de la accidentada, olvidando las atenciones y mimos
que me corresponden y culpándose mutuamente de la teórica
desgracia. No fueron días alegres, hasta el atún escaseo de mi
plato.
Me lo tomé con paciencia, ya les
pasaría el mal trago. Lo importante es que volvía a ser el dueño
absoluto de mis dominios. El monarca. Me estiraba al sol con una
sonrisa entre los colmillos.
Hasta que el tercer día, la maldita gata resucitó gracias a la
aguda vista de mi amo, que vio su blanco pelo destacando entre la
hierba del monte vecino. Fue a rescatarla y se dejó coger con
evidente gusto. Se había pasado tres días descansando de la caída
y malviviendo con su cojera. Pero ahora estaba de nuevo en “su”
casa, como proclamó alborozado el idiota de mi amo, mientras la gata
vaciaba mi plato de agua y de comida a una velocidad de turbo
descontrolado.
Luego me miró con su ojaso sano,
como buscando una explicación a su caída, quizá una disculpa, pero
yo desvíe la mirada. No tengo nada que ver con su accidente, vuelvo
a repetir. Además, lo más estúpido que se puede hacer ante un
hecho es preguntar cómo ha podido suceder. Sigamos con nuestras vidas y pelillos a la mar.
Ahora me sigue mirando cada vez
que nos encontramos en el pasillo o en el sofá, como un cíclope al
acecho. A veces, me bufa y se abalanza sobre mí, usando su pata coja
como un martillo; el otro día me soltó un mordisco en una pata, que
me hizo ver varias constelaciones de golpe.
Mi amo, que se ha puesto a leer
el San Francisco de Chesterton, piensa sin malicia que se ha vuelto
muy juguetona y que somos un ejemplo latente de la unidad divina de
la naturaleza. Hasta ha empezado a llamarnos hermanos gatos, que
contemplan a la hermana luna entre cálidos mordiscos y arañazos de
amistad.
Mi amo es un profundo idiota.
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